lunes, 12 de julio de 2010

El Barba

Terminó el Mundial, se lo llevó España. Pero, salvo a los españoles, no creo que eso le importe a nadie más.

Hoy parecen tan lejanas las conferencias de Diego convertido en el Barba, los pelotones de pelotazos para los perdedores de las prácticas, los goles de pelota parada, el toqueteo abrumador de los tres de arriba y los mocos imperceptibles pero constantes de la defensa hasta el 0-4 inapelable. Demoledor.

Sin embargo, quiero agradecerle algunas cosas a Maradona. Primero, haber llegado jugando al fútbol al mismo tramo del Mundial (o más lejos) que con otros técnicos de carrera desde Bilardo para acá. Después, haber sido capaz de generar una ilusión semejante en el equipo, una ilusión que él mismo tenía. Y subirse al lomo de las ilusiones de Maradona nos puede llevar al abismo o a la cima. Esta vez llegamos a la cima de su humanidad, se expuso a romper el mito en el año del Bicentenario, lo mandó a Pelé al museo.

Hay que tener muchos huevos para ser técnico de la Selección en un país como este.

jueves, 8 de julio de 2010

“Seguramente alguien nos desasnará...”

por Daniel A. Liñares

Le escucho decir eso al siempre detestable Alejandro Fabbri desde una tele de 14 pulgadas al pasar por la vereda de una parrilla que está en la cuadra de mi casa. No escuché —no me quise detener a escuchar— lo que seguía, pero pude deducir por la entonación, por la cadencia del enunciado a lo que se estaba refiriendo. Estaban hablando sobre un suceso de algún mundial anterior. Estaban recordando algún suceso en particular, del cual no conseguían recordar un dato, qué equipo reemplazó a tal otro que no se presentó a un partido o a un mundial o algo así. “Seguramente alguien nos desasnará...” invitaba a que algún televidente —a algún televisor— les comunicase esa información vía meil o teléfono o lo que fuere. El verbo sesasnar refleja una falsa modestia singular, viniendo de Fabbri que siempre se anda haciendo jactancia de todos los numeritos que se acuerda. Se sabe que el televisor es fiel reflejo de su pantalla. El mensaje implícito en la amable petición de Don Alejandro era: “Excepto los que llamen y nos recuerde de qué equipo estamos hablando, todos los demás serán considerados asnos. Yo me digo asno ahora para zafarla, pero en cuando venga al caso, les largo un numerito como Sancho Panza un refrán y sigo siendo el capo que soy, giles. ¡Me la chupan todos ustedes”. Me pareció.
Del último partido de nuestro equipo, lo único que me interesa relevar, que me llamó la atención, es que, apenas sondado el silbato final, automáticamente renació en mí el valorar un televisor apagado más que uno encendido. El Diego es de la gente, no hace falta que lo venga a decir yo. ¿De quién es la Selección? ¿De la gente? ¿Del Diego? ¿De...?
Ojalá que alguien te desasne, Alejandro, mirá que el burro la tiene grande.

martes, 6 de julio de 2010

Un funeral cada cuatro años

Por Guillermo Meza


El mundial es como un familiar que sabemos que va a morir en un mes pero nos encariñamos mucho… tanto, que creemos que puede llegar a vivir para siempre. Pero un día se va, se muere y nos deja esa sensación de que algo perdiste, no te caga la vida pero te puede llegar a cagar un fin de semana.

lunes, 5 de julio de 2010

La hija de Pelé 3

Estaba mirando ese largo velorio que fue la programación de TyC de este fin de semana y se me hizo presente una revelación de lo que nos pasó. Sucedió lo siguiente: como en una lucha de titanes, los poderes de la hija de Pelé fueron absorbidos por Benjamín Agüero al término del primer tiempo del partido Brasil - Holanda. Exactamente, en ese momento la luna se encontraba en Orión y el eclipse cegó en forma momentánea a la hija de Pelé, lo que permitió actuar al Benja.

Brasil salió derrotado. La hija de Pelé juró vengarse y recargó sus energías con un sonajero mágico que le vendió un vendedor ambulante de nombre Joseph. El Benja había quedado muy debilitado por el esfuerzo de la lucha del día anterior y, por su corta edad, no tuvo la más mínima chance: se dejó embrujar por el juguete maldito. 0-4. A nosotros también se nos acabó la joda.

A no desesperar, tenemos tiempo de prepararnos para la próxima. Pero ojo que la hija de Pelé juega de local y eso puede ser un arma de doble filo.

Después del partido, un cajero del Coto me dejó pasar gratarola un pack de cervezas. Me las bebí todas, así, al natural. A puro eructo me vi el velorio de TyC del fin de semana.

Hay una oportunidad única de derrotar a la hija de Pelé. Si logramos que Messi engendre un varoncito con Dalma, la dupla con el Benja va a ser imbatible en el mundial del 2030.

Paciencia, como aconsejó desde su triste exilio Antonio Di Benedetto (no confundir con el partenaire de Tití Fernández).

viernes, 2 de julio de 2010

Di Benedetto, los mundiales y yo

por Mariano Fiszman

Un lunes de junio de 1986, el día después que ganamos la final del Mundial contra Alemania, yo viajaba parado en un colectivo lleno releyendo la crónica del partido cuando algo me hizo correr hasta la puerta y saltar de repente.
El diario era LA RAZÓN, ya de un tamaño normal, no tipo sábana, pero igual se me hacía difícil leerlo sin perder el equilibrio en ese colectivo 100 que aceleraba por Cerrito mientras sostenía en la otra mano un maletín negro y duro donde llevaba papeles, plata, cheques, boletos, talonarios, etcétera, y con el meñique y el anular de esa mano enganchados a su vez en un pedacito curvo de caño. Yo: 21 años, cadete, quince o veinte viajes por día de una punta a la otra de Buenos Aires guardando todos los boletos como comprobante, comiendo platos del día en fondas de Flores o Villa Zagala también con comprobante, y en busca de un bar viejo vacío en Versalles o Pompeya o Retiro para sentarme al final de la tarde, pedir un café, abrir el maletín y sacar el libro que se asfixiaba adentro. Y adentro de esas cincuenta horas semanales cadeteando, yo: cara de nene flaco y alto, rulitos, una novia con la que no podía coger y muchas fantasías, demasiadas. Fantaseaba, entre otras cosas, con ser escritor. Leía, miraba el mundo por las ventanillas de los colectivos, a veces me quedaba dormido con el maletín entre las piernas.
Esa tarde fría y de sol, en el 100, cuando levanté la vista de las fotos del diario que hacía horas que no podía parar de mirar, Cerrito ya se había convertido en Lima, y en el cruce con Belgrano, parado en la vereda esperando el semáforo, estaba Antonio Di Benedetto. Lo reconocí por su foto en los diarios y en la contratapa de una edición de Zama que había en la biblioteca de mis viejos. No conocía otros libros escritos por él, sólo la historia de su sufrimiento que los diarios habían contado como un cuentito rosa, o verde, o negro, del color que se usara esa temporada, antes de volver a colgarlo en el desván. Entonces hice algo repentino, algo que todavía me sorprende. Me abrí paso entre la gente, bajé, crucé Belgrano corriendo antes que los autos y me acerqué a Di Benedetto. Él tenía unos sesenta años (sesenta y tres, calculo ahora), el pelo corto y blanco y la barba blanca. Era petiso y magro. Usaba un traje azul recto, camisa blanca y corbata negra, sin chaleco ni pulóver, y esos anteojos de marco grueso de sus fotos. La piel del traje era fina y brillosa, con rayitas. La tela del cuello de la camisa raída en las puntas. Supongo que le dije que había leído Zama y de alguna forma le transmití mi admiración, mi entusiasmo. Él me escuchó con la misma amabilidad en la sonrisa y en la mirada. Tenía voz y modales suaves, una elegancia enorme y sutil, como la de su escritura. Tuvo la delicadeza de preguntarme cómo me llamaba y si escribía. Al final nos dimos la mano, él cruzó la 9 de Julio y yo Belgrano, cada uno siguió su camino. En total fueron sólo dos o tres cambios de semáforo.
Di Benedetto murió en silencio cuatro meses después. Pasó tiempo, seis Mundiales hasta éste. Yo fui leyendo sus libros, cada vez los valoro más. No volvimos a salir campeones. Ahora todos los bares tienen tele.
Ayer tenía que ir al centro a hacer trámites y salí de mi casa pensando en comprarle un libro de Di Benedetto a un amigo que cumple años el sábado, Los suicidas o El silenciero. Era un día muy parecido a aquel, frío y de sol, y otra vez Argentina contra Alemania, otra vez la ilusión que es Maradona en todos los kioscos de diarios. Caminaba de un trámite a otro cuando me encontré de nuevo en Belgrano y 9 de Julio. Me quedé un rato parado en el mismo lugar, mirando alrededor atentamente, recuperando los detalles de aquella escena. La calle casi no cambió. En una mesa del bar de la esquina, Chiche Sosa miraba el partido de Paraguay contra Japón con el cuello estirado y los ojos muy abiertos, como si la tele, desde su estante alto, le succionara la cabeza.
Terminé mis trámites (ir a una editorial por trabajo, registrar un libro nuevo, presentarlo a un concurso) y entré a otro bar, el de Belgrano y Perú. En una mesa del fondo, con los ojos fijos en la pantalla, estaba un escritor que conozco, uno más, como yo. No nos saludamos. Me senté un par de mesas adelante, pedí café y empecé a escribir mientras miraba el final del partido.

Héctor Enrique: "Igual que en el potrero"

MEXICO (Enviados especiales). - "Cuando me pusieron la medalla en el pecho, se me erizó la piel"... Los ojos saltones, el cabello renegrido y mojado, la sonrisa habitual. Alguien le dice que jugando al fútbol es un atrevido. "No, yo juego como lo siento..., siempre igual, por más que el partido sea trascendente y en el estadio haya más de cien mil personas. Lo importante es respetar lo que uno trae desde el potrero"...

Un campeón

Es Héctor Adolfo Enrique, un campeón del mundo. Uno de los silenciosos que subió a la cúspide. En este sector del camarín, repleto camarín, más tranquilo, recordando cada momento de la gloriosa tarde, sigue contando.

"Pensar que hace tres meses yo ni me imaginaba que iba a jugar en la Selección. Y ahora estoy aquí, festejando el título... Por eso, cuando terminó el partido corrí enseguida a abrazar a Carlos (por Bilardo) y le agradecí la confianza que había depositado en mí. Quizá cuando nadie había reparado en mis condiciones o muchos no creían que podía participar en un Mundial".

"Más allá del campeonato, que obviamente es lo más grande que me ocurrió en mi vida futbolística, estoy conforme con mi rendimiento. Fundamentalmente porque no defraudé a los que me apoyaron. Eso me hace sentir muy feliz."

"En ningún momento pensé que podíamos perder el partido, pese al empate circunstancial de los alemanes. Nos descuidamos en dos centros y ellos llegaron a un 2-2 que nadie podía creer. Fijate que en todo el encuentro fuimos superiores y que merecimos haber ganado con mayor holgura. Alemania solamente se dedicó a tirar ollazos. De todos modos, soportamos bien ese impacto y enseguida volvimos a pasar al frente. El campeonato no se nos iba a escapar"...


Tipeado para Un golazo del Clarín del 30 de junio de 1986.