lunes, 19 de mayo de 2008

El hombre de La Asturiana, por Mariano Fiszman

Soy un hombre aburrido que busca un poco de heroísmo. No tengo ninguna religión, no me espera el paraíso. No creo en Superman. No creo que los reyes hayan sido los padres. Ni siquiera soy hincha de algún club. Tengo una mesa casi mía en una esquina oscura del bar La Asturiana, y una silla con la forma de mi espalda desde donde engancho la tele en ángulo agudo atravesada por el reflejo de un tubo de luz. Miro todos los partidos. Tengo paciencia, tengo tiempo. La intensidad se hace esperar. Llega muy de vez en cuando, sino sería insoportable o sería otra cosa. Me considero una persona medida. Los otros clientes lo saben, y cuando me paro para gritar el gol del equipo que tiene dos jugadores menos y vuelco mi vaso de café en el brazo de un hincha del otro equipo nadie me pelea. Saben que el mes pasado o el otro vibré con la misma hazaña que ellos, y que los abracé gritando gol carajo y me quedé afónico discutiendo un penal dudoso que al final fue afuera. Me conocen los ojos llenos de lágrimas. Saben que necesito goles sobre la hora como un adicto necesita su merca, que necesito sí o sí que cada tanto un pibe que de madrugada carga bolsas en el puerto, se toma un tren y dos colectivos para ir a entrenar y mide uno cuarenta y seis, haga un gol de cabeza el día que debuta. Entonces, siento que algo por fin tiene sentido. Cuando el tubo se refleja en la pantalla apagada, y todos ya se volvieron a las casas, me aflojo, apoyo la frente en la superficie lisa y tibia de la mesa de fórmica y festejo el sueño.

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