viernes, 2 de julio de 2010

Di Benedetto, los mundiales y yo

por Mariano Fiszman

Un lunes de junio de 1986, el día después que ganamos la final del Mundial contra Alemania, yo viajaba parado en un colectivo lleno releyendo la crónica del partido cuando algo me hizo correr hasta la puerta y saltar de repente.
El diario era LA RAZÓN, ya de un tamaño normal, no tipo sábana, pero igual se me hacía difícil leerlo sin perder el equilibrio en ese colectivo 100 que aceleraba por Cerrito mientras sostenía en la otra mano un maletín negro y duro donde llevaba papeles, plata, cheques, boletos, talonarios, etcétera, y con el meñique y el anular de esa mano enganchados a su vez en un pedacito curvo de caño. Yo: 21 años, cadete, quince o veinte viajes por día de una punta a la otra de Buenos Aires guardando todos los boletos como comprobante, comiendo platos del día en fondas de Flores o Villa Zagala también con comprobante, y en busca de un bar viejo vacío en Versalles o Pompeya o Retiro para sentarme al final de la tarde, pedir un café, abrir el maletín y sacar el libro que se asfixiaba adentro. Y adentro de esas cincuenta horas semanales cadeteando, yo: cara de nene flaco y alto, rulitos, una novia con la que no podía coger y muchas fantasías, demasiadas. Fantaseaba, entre otras cosas, con ser escritor. Leía, miraba el mundo por las ventanillas de los colectivos, a veces me quedaba dormido con el maletín entre las piernas.
Esa tarde fría y de sol, en el 100, cuando levanté la vista de las fotos del diario que hacía horas que no podía parar de mirar, Cerrito ya se había convertido en Lima, y en el cruce con Belgrano, parado en la vereda esperando el semáforo, estaba Antonio Di Benedetto. Lo reconocí por su foto en los diarios y en la contratapa de una edición de Zama que había en la biblioteca de mis viejos. No conocía otros libros escritos por él, sólo la historia de su sufrimiento que los diarios habían contado como un cuentito rosa, o verde, o negro, del color que se usara esa temporada, antes de volver a colgarlo en el desván. Entonces hice algo repentino, algo que todavía me sorprende. Me abrí paso entre la gente, bajé, crucé Belgrano corriendo antes que los autos y me acerqué a Di Benedetto. Él tenía unos sesenta años (sesenta y tres, calculo ahora), el pelo corto y blanco y la barba blanca. Era petiso y magro. Usaba un traje azul recto, camisa blanca y corbata negra, sin chaleco ni pulóver, y esos anteojos de marco grueso de sus fotos. La piel del traje era fina y brillosa, con rayitas. La tela del cuello de la camisa raída en las puntas. Supongo que le dije que había leído Zama y de alguna forma le transmití mi admiración, mi entusiasmo. Él me escuchó con la misma amabilidad en la sonrisa y en la mirada. Tenía voz y modales suaves, una elegancia enorme y sutil, como la de su escritura. Tuvo la delicadeza de preguntarme cómo me llamaba y si escribía. Al final nos dimos la mano, él cruzó la 9 de Julio y yo Belgrano, cada uno siguió su camino. En total fueron sólo dos o tres cambios de semáforo.
Di Benedetto murió en silencio cuatro meses después. Pasó tiempo, seis Mundiales hasta éste. Yo fui leyendo sus libros, cada vez los valoro más. No volvimos a salir campeones. Ahora todos los bares tienen tele.
Ayer tenía que ir al centro a hacer trámites y salí de mi casa pensando en comprarle un libro de Di Benedetto a un amigo que cumple años el sábado, Los suicidas o El silenciero. Era un día muy parecido a aquel, frío y de sol, y otra vez Argentina contra Alemania, otra vez la ilusión que es Maradona en todos los kioscos de diarios. Caminaba de un trámite a otro cuando me encontré de nuevo en Belgrano y 9 de Julio. Me quedé un rato parado en el mismo lugar, mirando alrededor atentamente, recuperando los detalles de aquella escena. La calle casi no cambió. En una mesa del bar de la esquina, Chiche Sosa miraba el partido de Paraguay contra Japón con el cuello estirado y los ojos muy abiertos, como si la tele, desde su estante alto, le succionara la cabeza.
Terminé mis trámites (ir a una editorial por trabajo, registrar un libro nuevo, presentarlo a un concurso) y entré a otro bar, el de Belgrano y Perú. En una mesa del fondo, con los ojos fijos en la pantalla, estaba un escritor que conozco, uno más, como yo. No nos saludamos. Me senté un par de mesas adelante, pedí café y empecé a escribir mientras miraba el final del partido.

5 comentarios:

  1. muy linda la historia, sera una señal?

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  2. muy muy bueno, Mariano.
    como si no hubiera cambiado nada y a la vez cambió todo.

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  3. Gracias Mariano, al fin algo relacionado con el fútbol y que me levanta el ánimo. Muy lindo el relato.

    Justamente Di Benedetto dedica Zama "a las víctimas de la espera". Faltan 4 años. Paciencia.

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  4. Es verdad Hila, la cita es más justa que nunca. Paciencia.

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  5. qué bueno, Mariano, muy.
    Me da curiosidad el nuevo libro.

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