
El 25 de mayo pasado se jugó la final de veteranos. Al leer esta nota a cualquier hincha de River lo primero que se le viene a la cabeza es por qué mierda el Enzo no se pone la 9 de la banda y nos dejamos de joder. Y, tal vez, no estaría mal discutir en serio ese tema.
Pero, accidentalmente, mi ojo se puso en otro lado. En la foto, el jugador de Argentinos que está por recibir el pelotazo es Tito Corsi. Tito Corsi la rompía en el patio de la Castrense, la iglesia que queda en Cabildo al 400. En su patio había una canchita de baldosas que abría sus puertas todas las tardes de 3 a 5 (ni un minuto antes, ni un minuto después) a todos aquellos pibes que querían acercarse a Dios a través de la pelota. Un camino válido, si se quiere, pegándole a tres dedos o de puntín.
Tito hacía lo que quería a los 14 o 15 años. Tiraba seguidillas de caños, la mataba con el pecho, le pegaba de volea, tijeras, chilenas, de zurda, de derecha. Era generoso en el pase y solidario en la marca. Además, tenía una jugadita marca registrada: en plena carrera, pisaba la pelota, como parándose un segundo sobre ella y volvía a arrancar casi sin frenar. Era inevitable. Aunque sabías que te lo iba a hacer, te dejaba parado como un boludo. Tito era buen pibe, un flaco alto de esos que tienen el torso más largo que las piernas. Andaba siempre sonriendo. Pero no iba a misa. Pronto le perdí el rastro.
Cuando apareció en la primera de Argentinos (por los ochenta, más o menos), me acordé de sus pinceladas en el ámbito eclesiástico, esa gracia para moverse, la fina estampa de un crack. Me llamó la atención que Tito fuera considerado un mediocampista rústico, tosco y casi intrascendente. Inclusive tildado de mala leche en algún que otro partido. Pasa, supongo, con los que conocimos a alguien que después se hace famoso: no nos olvidamos lo que alguna vez dijeron de él. No lo supieron apreciar.
Los otros días Tito se enfrentó en la cancha con ídolo de toda mi vida. Pero que me perdone, yo en su lugar no me tapaba la cara. Hubiera rezado para que el pelotazo me pegara en un ojo para luego poder decir que el moretón me lo había hecho el Enzo Francescoli.